jueves, 29 de septiembre de 2011

Ni cajón, ni tierra

Allí no existían relojes aunque siempre fue de noche. Sé que entré a una especie de cantina en la que abundaba la alegría, el éxtasis, el calor de los cuerpos y la oscuridad propia del espacio en el que me encontraba. Si, paradójicamente, empecé a respirar un frío como si me anticiparía a lo que iba a suceder después. Entre tanta gente, había caras que se me hacían conocidas y me invitaban a participar de la fiesta. Saludé a algunos y evadí a otros. Yo no hablaba, sólo observaba desde una especie de burbuja todo lo que ocurría a mi alrededor. La música era ensordecedora y los flashes de las luces eran constantes.
En un determinado momento subí unas escaleras que me conducían al principio de mi fin. En mi viaje siempre estuve en silenciosa compañía de un nosequien que me seguía a cualquier sitio al que yo fuera. Cada escalón que ascendimos nos llevó a las afueras de la taberna en donde se podía apreciar un playón de cemento - calculo que se trataba de la salida-. Allí todo era gris y se sentía el frío que yo ya había inhalado adentro de la cantina. Me paralicé al ver como un grupo de rebeldes se enfrentaban con los azules entonces me escondí y dejé -un poquito- a la vista el plano de mis ojos como para que nadie me viera y supiera de que yo era testigo de semejante ring de matones.
El enfrentamiento empezó a agravarse. Se desató la hecatombe. Los protagonistas del sanguinario episodio se fueron del playón a tiros y gritos. Yo siempre desde ahí, espiando todo lo que estaba ocurriendo. Comencé a sentir escalofríos. Nunca imaginé semejante horror. Tomé coraje y saqué mi cuerpo de la trinchera. Los fui a buscar. Quería saber que estaba pasando realmente. Me puse los pantalones de un detective y asumí el papel de periodista.
Había un puente largo y ancho que me sirvió de atajo para hallar a los guerreros. En mitad de tránsito por Avignon oí una bala que no me dio tiempo a sentir que ya estaba dentro de mi pierna. No me dolió pero ardió un poco y fue motivo suficiente para seguir con mi plan. 
Escuché un megáfono que anunciaba: “ayuden a esa chica”. Un samaritano contemporáneo que sólo pedía por mi socorro desde lo lejos. Nadie vino a mi rescate así que yo seguí. Seguí a mi silente compañía, quien tomó mi brazo y me ayudó a levantarme. Con este sujeto no nos comunicábamos pero nos entendíamos. Nos estudiábamos las mentes y así andabamos y hacíamos. No sé. Íbamos y no hacía falta explicaciones. Busqué la medicina que curara mi herida -tal vez por sugerencia de mi camarada- en guardias de hospitales pero nadie me abría las puertas.
Bien, opté por retomar mi proyecto y ahí es cuando vi a los policías muertos. Vi sangre a cantidades impresionantes, pero no me detuve a hospitalizar a los sinvida. Estaban muertos y no había nada que hacer así que seguí camino. Quería saber por qué estaba pasando. ¿Dónde se habían metido esos siniestros?. Caminé y caminé tanto por ellos que ya me había alejado del plano horroroso. Hasta que los percibí. Si, eran ellos. En cada paso que di me fui familiarizando con cada rasgo de sus caras. Reconocí solo a dos. Eran gordos. Uno de ellos vestía remera y bermudas, era rapado y sus ojos eran hostiles. El otro estaba encapuchado, era gringo de ojos achinados. Ya estaba cerca. Respiré profundo y lo notaron. Mis nervios, al pasar entre ellos, distrajo la conversación que estaban teniendo. Mi persecución era tal que llegué a imaginar que estaban programando mi muerte.
Hablé -si, por primera vez-, en tono muy bajo, a mi acompañante. Le conté: “acá estan, tengo miedo”. Sentí alivio al ver que ya los había adelantado y pensé: “ya está”. Arrojé a mi remordimiento los papeles que me ponían en rol de testigo. El corazón empezó a palpitar de nuevo hasta que vi a uno de ellos -al de bermudas- progresando en mi camino -latidos acelerados de nuevo- y pensé: “me toca”. Indiferente, la criatura caminó sin mirar a ningún lado hasta que empezó a esfumarse. Nuevamente la calma reinaba en mí.
Yo me había propuesto desde el primer minuto callar todo. Nadie se iba a enterar de lo que había pasado aquella jornada. No por mi. ¿Iban a confiar en mi secreto mejor guardado?. No lo supe hasta que el hombre de capucha -que, para mi, ya había quedado en el olvido- llegó de las lejanías y sorpresivamente agarró fuerte mi brazo deteniendo mis intenciones de seguir la marcha. Me di vuelta y nos encontramos. Me fulminó con la vista. Dio un tiro al cielo y a quemarropa me disparó en la panza, luego en el pecho y por último en la sien. Comencé a desvanecerme en camara lenta en compañía exclusiva de música clásica. Sentí un cosquilleo extraño y me ahogué en la sangre. Caí al piso y en mi cara se dibujó una placentera sonrisa. Estaba muerta. Me habían fusilado. “Ya está” . En fin, libre de culpas y cargos.
Me desperté a las 7:20 de la mañana y no podía dimensionar la realidad. Estaba viva. Miré para todos lados como buscando una explicación. Lloriqueé desde la cama unos minutos y me levanté a escribir la novela policial, esta que les acabo de contar. 

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